Artículo para la revista En Femení, n° 91 Invierno 2022.
Respirar profunda y lentamente para sentir cómo el aire frío y puro me renueva por dentro mientras contemplo la luz de la mañana sobre el esplendor blanco e impoluto de la nieve. Se trata de un simple gesto o quizás de un ritual (según se mire) que me gusta practicar muchas mañanas de invierno. Me hace conectar con la esencia de esta estación y también con la mía y lo considero uno de los pequeños grandes placeres de vivir en estas montañas.
A veces recuerdo con nostalgia los inviernos en San Sebastian; su aire húmedo con mezcla de mar y lluvia donde los días de sol son inusuales. La luz y el resplandor del atardecer sobre el mar creando una maravillosa paleta de azules. Allí, los inviernos son de agua, de luz tenue y blanca, más propia de un país nórdico que de uno mediterráneo, pero es una luz llena de calma y de magia.
Cuando estaba preparando este artículo me vinieron a la mente varias piedras propias de esta estación: los cuarzos son muy de invierno, en especial el cuarzo ahumado y el cuarzo cristal. Esta última realmente puede llegar a parecer hielo con sus transparencias y formas interiores. Sin embargo, he querido dedicar este artículo a una de mis piedras más queridas, la labradorita, muy de invierno y vinculada a las tierras del círculo polar ártico. Una piedra que durante siglos ha cautivado por sus colores y su belleza siendo muy habitual en piezas de joyería en Inglaterra y Francia durante el siglo XIX.
La labradorita fue descubierta a finales del siglo XVIII en las frías costas de la península de Labrador en Canadá. Esta piedra nace en rocas magmáticas muy antiguas formadas en capas profundas de la corteza terrestre y posee iridiscencia, es decir, varía de color en función del ángulo desde el que se mire e ilumine. Las labradoritas están formadas por múltiples capas y cuando la luz se dispersa por ellas se produce la iridiscencia creando un reflejo que puede ser de colores tan variados como azul, verde, violeta, naranja e incluso varios de ellos a la vez.
La historia de la labradorita está vinculada a los pueblos inuit que habitan las tierras del norte de Canadá. Los inuit, originarios del Noroeste de Asia, han habitado las regiones del ártico durante miles de años y son pueblos nómadas con una rica mitología y religión chamánica. Para los chamanes inuit la labradorita era la piedra de la magia y la espiritualidad; la que estimulaba la introspección, la intuición y sus dones psíquicos para conectar a los seres físicos con los etéreos.
Algunas leyendas inuit cuentan que las rocas de la península de Labrador guardan en su interior las luces de la aurora boreal y que una vez un guerrero golpeó varias rocas con su lanza y logró liberar parte de esas luces. Para ellos las auroras boreales son obra de los espíritus; creen que los movimientos luminiscentes son las danzas de los espíritus y los silbidos apenas perceptibles que a veces acompañan a las auroras boreales son sus voces intentando comunicarse con nosotros.
Observo la labradorita de mi anillo resplandeciendo en el anular de mi mano derecha mientras continúo escribiendo este artículo. Me acompaña desde hace casi dos años y la elegí (o quizás me eligió ella a mí) entre muchas otras labradoritas por sus increíbles reflejos azules y verdes que efectivamente recuerdan a las auroras boreales. Resulta fascinante detenerse a contemplar su iridiscencia (preciosa palabra, por cierto) y apreciar semejante maravilla de la naturaleza.
Y parece que sí, que la labradorita estimula la introspección y la espiritualidad. Al menos en mí, ejerce el mismo efecto que contemplar aquellos atardeceres donostiarras o las montañas nevadas de Andorra. Quizás sea porque al final se trata del mismo mensaje, el que nos envía la naturaleza. Un mismo mensaje expresado de diferentes y maravillosas formas como sólo ella sabe. Comprenderlo es sencillo, basta con detenerse un instante, respirar profundo y simplemente contemplar.